Por: Pere Navarro i Morera

Desde los orígenes de nuestra especie, hemos tendido a crear comunidades, a agregarnos para cooperar a la hora de conseguir alimentos, defendernos y formar familias que garanticen la continuidad de nuestra especie.

Esas primeras comunidades, no muy distintas a muchas que se dan en otras especies animales, se fueron volviendo más y más complejas. La convivencia requería de una serie de normas, había que tomar decisiones que implicaran a todos los individuos del grupo y, por tanto, establecer un sistema de jerarquías que aseguren el cumplimiento de las mismas. La verdadera civilización nace de esos pequeños grupos de homínidos y hoy, en pleno siglo XXI, nuestra forma de organizarnos y los objetivos de nuestras agrupaciones, que conocemos como ciudades, no distan mucho a los de hace cientos de miles de años.

Se calcula que para 2030, dos tercios de la población mundial vivirá en aglomeraciones urbanas, lo que quiere decir que cada vez se hace más urgente que nuestras metrópolis sean algo más que una suma de personas que se agregan densamente en un espacio limitado.

Las ciudades, y sus habitantes, tienen que empezar a comprender que deben reflexionar sobre su presente y su futuro desde un análisis basado en un método científico, datos duros, estudios de caso y tendencias históricas de todas las variables que inciden en su territorio y, así, entender también que no son islas, sino que conviven con otros territorios, con ejes de comunicaciones y entre espacios naturales que deben ser administrados cuidadosamente. Adicionalmente, las ciudades son núcleos sociales en los que convive la actividad económica, la posibilidad de tener un trabajo, la creación cultural, las relaciones entre personas que quieren construir cosas o proyectos conjuntamente, entidades deportivas, sociales, religiosas, culturales, entre otras dinámicas humanas necesarias para nuestra subsistencia.

No obstante, es en las ciudades donde se presentan los principales retos relacionados a la vida humana, en donde hay que gestionar una convivencia no siempre fácil entre personas de diferente procedencia racial, religión, condición social o económica; se producen residuos para los cuales ya no es suficiente simplemente enterrarlos en grandes agujeros para después taparlos y olvidarnos de ellos, y, entre otras cosas, en las ciudades se producen de manera mayoritaria todos los contaminantes de efecto invernadero y las partículas que envenenan y son causa directa de la muerte de miles de personas al año.

A pesar de todos los problemas y dificultades señalados, yo soy optimista en lo que respecta al futuro de las ciudades.

Lo más importante es comprender que el mayor beneficio para todos va más allá de la economía y de la riqueza.

Si somos capaces de asumir que las ciudades deben tener una personalidad propia y distinta en cada caso, que no las hace ni mejores ni peores sino simplemente diferentes, y que la suma de esas diferencias es la que alimenta el sentido de existir de una humanidad que crece y se reconoce en la diversidad de sus ciudades y territorios; si somos capaces de buscar y encontrar soluciones para la movilidad, la creación de riqueza, el progreso de los barrios, el respeto al entorno; si somos capaces de promocionar y hacer accesible la cultura, el deporte como factor de cohesión, el arte, el pensamiento; si somos capaces de propiciar una tecnología y una ciencia dirigidas al beneficio y al bienestar general, habremos alcanzado nuestro objetivo, que la pasión por las ciudades sea la pasión por la armonía de unos seres vivos que conviven en este pequeño pedazo de universo llamado Tierra.